LA GRAN ESTAFA QUE NOS HIZO “AMERICANOS”
Advertencia. Aclaro que esta reflexión no es un capricho nacionalista (o americanista), sino un minúsculo llamado a una reivindicación geográfica.
Un poco de historia. El origen del nombre de nuestro continente se remonta el cartógrafo germano Martin Waldseemüller en 1507 publicó su flamante mapamundi bautizando estas tierras con el nombre de Américo Vespucio, mismo quien “descubre” que Colón no había llegado a las Indias occidentales, como el genovés había pensado, sino que a un mundus novus. Este singular hecho, no obstante, ha perpetuado quizá una de las injusticias más grandes de la historia (y de la geografía) al no reconocer que fue Colón quien enfrentó a un océano desconocido, quien convenció a los reyes Isabel y Fernando, quien navegó rumbo oeste cuando todos sus contemporáneos aseguraban que caería al abismo, y quien finalmente estableció el definitivo contacto entre dos mundos. Vespucio solo miró el globo terráqueo, razonó y concluyó.
Ahora, si aplicáramos una vetusta tradición de geonomenclatura, esta injusticia se evidencia fuertemente en lo lingüístico por cuanto el sufijo “-ia” significa en latín “tierra de”, resultando un elemento compositivo que encontramos en innumerables topónimos: Italia, tierra de los ítalos; Ucrania, tierra de los ucranianos; Etiopía, tierra de los etíopes. Entonces, siguiendo esta simple lógica ¿no correspondía que nuestro continente fuera llamado Colombia, “la tierra de Colón”? Imaginemos cómo nuestra identidad continental hubiera sido si habitáramos “Colombia” en lugar de “América”: desde Alaska hasta la Patagonia compartiríamos un gentilicio que nos vincularía directamente con aquel acontecimiento fundacional del 12 de octubre de 1492. Seríamos colombianos, ciudadanos de un continente unido por un nombre que honraría con justicia a quien lo mereció.
¿Qué hicimos para no reclamar el derecho de Colón? La respuesta de fondo puede encontrarse en dos hechos psicológicos. Primero. La denominación de Waldseemüller se propagó por la imprenta con tal rapidez que se impuso como la primera información “creíble” que capturó la mente europea (sesgo de anclaje). Segundo. La rápida y constante repetición del nombre generó una simple familiaridad con la palabra “América” que la convirtió en una opción cómoda e incuestionable para cartógrafos posteriores y para el mundo en general (efecto de mera exposición). Aunando ambos procesos inconscientes, el error se hizo norma cultural por la fuerza de la costumbre y el peso de la historia. Francisco de Miranda atinadamente bautizó a un país con el nombre que merecía ser dado a un continente.
Concluyendo. El nombre “América” no es solo una gran estafa geográfica e histórica, es una lección sobre el poder del primer impacto y una muestra fehaciente de la pereza cognitiva humana de no reaccionar ante enseñanzas de lo equívoco. Pero la historia tenía preparado algo más. Antes de Colón a nuestro continente había llegado el navegante vikingo Leif Erikson, quien alrededor del año mil estableció un asentamiento en lo ahora conocido como Terranova, en Canadá. Entonces, si hiciéramos que la “justicia geohistórica” se aplicara con rigor, este continente debió llamarse Eriksonia: la tierra de Erikson, y por tanto seríamos todos eriksonianos, ¿no?
SOBRE EL AUTOR
Néstor Gabriel Platero Fernández es geógrafo y maestro en educación ambiental. Coordina el área educativa del Museo de Ciencias Ambientales.
PARA SABER
Crónicas del Antropoceno es un espacio para la reflexión sobre la época humana y sus consecuencias producido por el Museo de Ciencias Ambientales de la Universidad de Guadalajara que incluye una columna y un podcast disponible en todas las plataformas digitales.